MALVALOCAS · Ensayo sobre la talla masiva de pequeñas piedras · Cap. I ·

I.- El ver donde no hay.


En el mes de febrero del año 2019, mientras trataba de formular una hipótesis válida acerca de una ubicación alternativa y coherente de la ciudad celtíbera de Numancia, en la provincia de Soria (Una reinterpretación profana sobre la Celtiberia, que será publicada en breve), empecé a observar un extraño fenómeno que afectaba a simples guijarros, a piedras absolutamente vulgares, corrientes y molientes, que andaban diseminadas por los montes y los caminos de una serranía concreta de la zona, las cuales, a mi entender, parecían haber sufrido alteraciones sistemáticas en su morfología mediante, bien ligeros golpes, o tallas mínimas, o como una especie de modelado que dotaban a estos pequeños cantos tan extrañamente rodados de expresiones faciales de un inefable aspecto animal y humano.

Aunque, más que el hecho de encontrar piedras que parecían caras (casi todos nosotros hemos encontrado alguna a vez este tipo de piedras que, por la erosión o por simple casualidad, nos parecen caras, al igual que ocurre con las formas de las nubes), lo que consideraba realmente sorprendente era la magnitud del fenómeno, debido a la cantidad enorme de este tipo concreto de piedras que iba encontrando y, sobre todo, a la alta concentración de guijarros que, en determinados lugares, y lugares muy concretos, aparecían con esas pequeñas anomalías.

Al principio, cuando empecé a distinguir estas facciones en las piedras, lo que más me perturbaba era el hecho de que comenzaba también a vislumbrar una especie de patrón, un tipo peculiar de talla, una singular forma de hacer, que me sugería que esas alteraciones tan bien ejecutadas no parecían tener un origen geológico, sino que, muy probablemente, era la mano del hombre la que se encontraba detrás de ellas. Esta idea, en principio tan extravagante, fue cogiendo cuerpo a medida que iban apareciendo nuevas piezas con expresiones cada vez más refinadas y complejas, y con unos patrones muy claramente definidos, por lo que algunos de estos pequeñajos guijarros podrían incluso llegar a ser considerados como verdaderas obras de arte.


Así que compartí observaciones e inquietudes con algunos viejos amigos y, obviamente, también lo hice con mis entrañables compañeros de pesquisas numantinas, a los que mostré unas cuantas piezas -mal seleccionadas, por cierto- de entre las muchas que había encontrado... Y bueno, poco menos que me tacharon de loco. No las veían, y si las intuían, aseguraban, sin genero de dudas, que todas esas caras que al parecer yo apreciaba tan palmariamente, eran en realidad el resultado de la erosión, de la casualidad o, peor aún, eran simple y llanamente un producto de mi imaginación, la cual, todo hay que decirlo, contaba con la inestimable, y nunca bien ponderada, ayuda de los diversos derivados que se obtienen de la generosa planta del canabis, la cual consumía esporádicamente, amén de otro tipo de sustancias quizás más relacionadas con la psicodelia de la química cuantica (de cuánto), que también.

Y yo entendía a mis colegas perfectamente pues, al principio, el hecho de distinguirlas no resulta nada sencillo; nuestro cerebro no ha tenido la necesidad de ir buscando caras por las piedras y, mucho menos, de encontrarlas. Y luego estaban los prejuicios, idénticos a los que a mí me asaltaban. Miles, quién sabe si millones de insignificantes guijarros esparcidos por los suelos, no podían haber sido tallados, a escala industrial y en tiempos anteriores a los de Maricastaña, por ningún hombre que se preciara de ser mínimamente sapiens. ¿Con qué finalidad iban a tallarlas? ¿Con qué sentido? ¿Cómo, de qué manera, quién? El mero hecho de pensarlo era ya un despropósito, por lo que yo sostenía la misma opinión que todos los demás; lo que no puede ser no puede ser, y además, es imposible. Sin embargo, mis ojos...


Mis ojos me decían justo lo contrario a lo que me dictaba el entendimiento. Mis ojos veían, y lo que veían no solo eran simples piedras que parecían caras, sino que, en la mayoría de los casos, veían que en cada uno de los planos que componen las piedras, éstos ofrecían distintas caras. O mejor dicho, medias caras, pues solo aparecían perfiles, no caras enteras.

Y eran perfiles con su ojo, nariz y su boca, y además, y sorprendentemente, ocurría que al girar la piedra sobre el mismo plano, lo que anteriormente era el ojo de la cara, pasaba a ser la boca, y la boca se trasformaba en el ojo de la nueva cara que aparecía allí, diáfana, clara, exacta. Un mismo plano podía contener dos caras diferentes -luego supe que podían haber algunas más-, y eso no podía ser solo resultado del azar. Al parecer, cuanto más singular y complejo es un hecho, más probatoria es la concordancia, pues disminuyen las probabilidades de que ese hecho ocurra por azar (Bernabé,1995:81).


Entonces, un episodio inesperado hizo que esas dudas tan serias que albergaban mis sospechas empezaran a convertirse en inconcebibles certezas; mi estimado amigo, Quique Chamorro, el Botthi, sin duda el detonante de gran parte de esta historia -y uno de los primeros que me llamó pirado cuando le contaba mis cuitas acerca de la talla de las puñeteras piedras-, empezó a verlas... Y, ojo ¡también a encontrarlas!

Así que intentamos localizar en internet algo de información relativa a este tipo de fenómeno, pero no logramos descubrir gran cosa. Lo más parecido que el Botthi encontró por YouTube fue una interesante teoría acerca de las Civilizaciones Madre, o Arte Incomprendido, desarrollada por un catalán de Barcelona, Eliseo López,  sobre la talla de rocas megalíticas. El tema parecía interesante, pero no era el caso concreto que nos ocupaba, pues se puede llegar a entender que el hombre, desde siempre, haya sentido la necesidad de esculpir grandiosas rocas con la pretensión, quizá un tanto peregrina, de poder perdurar en la memoria colectiva de los pueblos. Pero poco iba a durar el hombre en ninguna memoria si esa excelencia en la talla la plasmaba en miserables y tristes guijarros tirados en mitad de los caminos.


He de decir que por aquel entonces yo andaba pez en geología, pues sabía que había roca caliza, arenisca, conglomerado y poco más, así que durante esos primeros meses, mientras iba recopilando cantos, la información acerca de ellos también aumentaba, lo mismo que mi ansiedad, pues, al ir ampliando el ámbito de búsqueda a otras zonas colindantes, ahora me veía caminando por medio de los montes desde el alba al anochecer,  generalmente solo y cabizbajo, mirando al suelo, y a cada momento con un mayor número de piedras metidas en el morral. Piedras de todo tipo, clase y... tamaño, por lo que la descarga de pedeefes con referencias geológicas, iba siendo proporcional al número de kilogramos pétreos que acumulaba ya la terraza de casa. Y ahí tenía un problema. Y evidentemente era un problema de peso.

El caso es que, cuando entraba al monte, lo hacía como quien entra en una joyería que no dispone de ningún tipo de protección, y a la que han dejado las puertas y vitrinas abiertas para que, el primero que pase por delante, se lleve las joyas que quiera. ¡Y qué decir..! Al parecer a mí me atraían todas, pues cada una de ellas, cada cual por su particular motivo, la consideraba lo suficientemente apta y digna como para terminar acurrucada en el fondo del morral, por lo que cuando salía de la recolecta diaria, lo hacía arrastrando penosamente kilos y más kilos de piedras hacinadas en una mochila cada vez más obesa y terminal, y que con obsesivo empeño se veía zarandeada a lo largo de kilométricos metros de un monte enmarañado y para nada acogedor. La impedimenta era, sin duda, excesiva, al igual que el pitorreo de mis compadres de pesquisas numantinas, y ahora también, geológicas.

 
Uno de ellos, quizás el más escéptico con la teoría de la talla fina de los guijarros, Luisito Hernández, el Sito, que vive asilvestrado y feliz en una aldea de un solo habitante, también cogía piedras. Él lo hacía con una finalidad concreta, como lo era el terminar el muro que delimita el terreno de su casa, la cual había ido levantando abnegada y laboriosamente en el transcurso del último lustro -y que nosotros tomamos al asalto como cuartel general mientras duró la aventura numantina inicial-. De allí íbamos y veníamos, mal comíamos, mal dormíamos y bien que nos reíamos. Y un día, que volvía yo seriamente ringado por la envergadura del macuto que arrastraba, al verme aparecer por su casa cual Jesucristo con su cruz, me miró ojoplático y meneando la cabeza como signo de reprobación, o incredulidad, me dijo a media voz: "A ver Julián, yo cojo piedras para hacer un puto muro, pero tú... ¿Qué necesidad tendrás tú de sufrir?".

Supongo que fue en ese instante cuando tomé conciencia del motivo por el que, un poco temerariamente, me adentraba en solitario en el monte y soportaba estóicamente el mordisco de las aliágas, el picotazo de los mosquitos, el temor a los cochinos o los afilados fríos del amanecer. El porqué me arriesgaba a una mala caída por la rocas puntiagudas de las barrancas o el porqué me molestaba la incomprensión de mis mejores amigos sobre todo lo relacionado con el temita en cuestión. Así que, esbozando una media sonrisa, le miré de reojillo y, tras unos segundos de incertidumbre, le dije con cierta suficiencia: "Querido Sito, tú coges piedras para levantar muros... Yo las recojo para derribarlos".
 
Acto seguido caí espatarrado.
 


Comentarios

  1. Muy buen arespuesta. Un texto, imagino que basado en la realidad, que nos habla de piedras con dibujos, lo que por sí mismo es una notable peculiaridad. Ese amigo del muro es muy sabio ¿eh?

    Un abrazo y por un día bonito y con la curiosidad de las piedras o lo que sea que nos mantenga vivos.

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  2. ¡Gracias amiga! Y sí, es cierto, lo es. :)

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  3. Maravilloso y tremendamente inspirador. Gracias😊

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