Los 10 de Barcones
El 14 de agosto de 1936 Matías Bonilla tenía escasos 10 años y esa misma mañana -víspera de la fiesta grande- se la había pasado trasteando con sus amigotes por el río, el cual les había proporcionado un suculento botín: dos cangrejos, una cola de lagartija y la cabeza de una vieja muñeca que parecía haber llorado mucho. Se trataba de una de esas muñecas manufacturadas en papel maché, harina fina y cola de carpintero y, sin duda, se trataba de un juguete nada habitual en las casas de los niños del pueblo de Matías que, a lo sumo, disfrutaban de algún muñecajo tallado en madera de enhebro por el abuelo Tomás, el cual los iba modelando a navaja con algo más de paciencia que habilidad.
Pero tenía claro que esa muñeca no era de aquí, de Barcones, un pequeño pueblo soriano del Marquesado de Berlanga bañado por el incipiente Río Escalote. Si le apurabas, Matías podría incluso asegurar que en todo el páramo, de la Riba hasta Rello, nadie de la chiquillería había tenido un muñeco parecido a ése, que supo identificar como tal gracias a que había visto uno muy parecido en un almanaque que ojeó en la fonda de Barahona un día que fue de recados con su padre.
Al llegar la hora de comer los chavales decidieron repartir el botín jugándoselo a las tabas, y él prefirió quedarse con esa cabeza desdibujada pues quizá, con ella, podría construir un pequeño espantapájaros que ahuyentara a las malditas moscas que en aquella época del año mordían "…como si fueran ratas".
Y así, con la galbana sobre los hombros y la cabeza entre sus manos, caminaba Matías para el redil cuando escuchó el ruido de un motor que sonaba, aún lejano, por la cuesta de Valdeliendre, en el camino que viene de Berlanga, aunque para su sorpresa no pasaron ni dos segundos cuando oyó otro motor acercándose a toda mecha por el camino contrario, el de Almazán, y éste parecía un sonido como más ronco, más rugiente, más cercano. Seguro que había pasado ya por el cruce de Barconcitos, el que lleva hasta la ermita del mismo nombre, y estaba a puntito de llegar al pueblo.
¡Qué suerte tengo hoy!" se dijo, pensando que, además de la cabeza de la muñeca rara, iba a ver cruzarse en el camino a las dos camionetas. "Anda que si se chocan…" y salió pitando hacia la carretera, pues pensó que hoy podría ser uno de esos días como para no olvidar, aunque ya no se acordara de que su madre le esperaba en casa con la mesa -y la mueca- impecablemente puesta…
Cuando llegaba al cruce observó que sus amigos habían pensado lo mismo que él, pues ahí estaban, haciéndole aspavientos para que se diera prisa en llegar al altozano, ya que la camioneta que venía de Almazán se estaba deteniendo a la entrada del pueblo.
También vio que iban en él, metidos en la cabina, dos señores y un conductor, y que de la caja descubierta se incorporaban unas cuantas personas, las cuales parecían ser falangistas más que requetés, y que algo parecían estar indicando a cuatro cogotes que sobresalían sobre las maderas resecas de la caja.
-"…Deben ser los que están en guerra", afirmó aún jadeante, y todos ellos asintieron con cara de asombro.
Entonces apareció la otra furgoneta, se detuvo y de ella se apeó un señor con bigote y pistola que se dirigió hacia la otra cabina, donde habló sólo un momento con el conductor pues raudo se volvió a subir en su furgón mientras empezaba a maniobrar para recular. Fue cuando le pareció ver que de él sobresalían seis cabezas, algunas con boinas, custodiadas por otros tantos soldados también con boinas, pero éstas de color rojo. También le pareció ver en la cabina a un frondoso cura. ¿O sería un obispo?
Los vehículos arrancaron al unísono, torcieron a la izquierda y ellos echaron a correr a través del pueblo como almas que llevara el diablo, dando gritos y alertando a todos los vecinos; "¡ha llegado la guerra, ha llegado la guerra!" mientras perseguían por el rabillo del ojo a las dos camionetas que torpemente avanzaban por el camino de Atienza.
Cada dos o tres meses -o al otro- nueva parrafada y dos o tres fotos, hasta que se acabe la historia ¿O será un cuento sin final?
Para la derecha española, para el PP, estas fosas de represaliados republicanos son sólo algunas de las cicatrices de su historia, pero para muchos españoles son heridas aún mal cerradas que es necesario curar ya.
Y para ello antes hay que desinfectar. Abrir y desinfectar.
Enlace al Blog "Los 10 de Barcones y la Vara de la Libertad"
15/8/2013
Pero tenía claro que esa muñeca no era de aquí, de Barcones, un pequeño pueblo soriano del Marquesado de Berlanga bañado por el incipiente Río Escalote. Si le apurabas, Matías podría incluso asegurar que en todo el páramo, de la Riba hasta Rello, nadie de la chiquillería había tenido un muñeco parecido a ése, que supo identificar como tal gracias a que había visto uno muy parecido en un almanaque que ojeó en la fonda de Barahona un día que fue de recados con su padre.
Al llegar la hora de comer los chavales decidieron repartir el botín jugándoselo a las tabas, y él prefirió quedarse con esa cabeza desdibujada pues quizá, con ella, podría construir un pequeño espantapájaros que ahuyentara a las malditas moscas que en aquella época del año mordían "…como si fueran ratas".
Y así, con la galbana sobre los hombros y la cabeza entre sus manos, caminaba Matías para el redil cuando escuchó el ruido de un motor que sonaba, aún lejano, por la cuesta de Valdeliendre, en el camino que viene de Berlanga, aunque para su sorpresa no pasaron ni dos segundos cuando oyó otro motor acercándose a toda mecha por el camino contrario, el de Almazán, y éste parecía un sonido como más ronco, más rugiente, más cercano. Seguro que había pasado ya por el cruce de Barconcitos, el que lleva hasta la ermita del mismo nombre, y estaba a puntito de llegar al pueblo.
¡Qué suerte tengo hoy!" se dijo, pensando que, además de la cabeza de la muñeca rara, iba a ver cruzarse en el camino a las dos camionetas. "Anda que si se chocan…" y salió pitando hacia la carretera, pues pensó que hoy podría ser uno de esos días como para no olvidar, aunque ya no se acordara de que su madre le esperaba en casa con la mesa -y la mueca- impecablemente puesta…
Cuando llegaba al cruce observó que sus amigos habían pensado lo mismo que él, pues ahí estaban, haciéndole aspavientos para que se diera prisa en llegar al altozano, ya que la camioneta que venía de Almazán se estaba deteniendo a la entrada del pueblo.
También vio que iban en él, metidos en la cabina, dos señores y un conductor, y que de la caja descubierta se incorporaban unas cuantas personas, las cuales parecían ser falangistas más que requetés, y que algo parecían estar indicando a cuatro cogotes que sobresalían sobre las maderas resecas de la caja.
-"…Deben ser los que están en guerra", afirmó aún jadeante, y todos ellos asintieron con cara de asombro.
Entonces apareció la otra furgoneta, se detuvo y de ella se apeó un señor con bigote y pistola que se dirigió hacia la otra cabina, donde habló sólo un momento con el conductor pues raudo se volvió a subir en su furgón mientras empezaba a maniobrar para recular. Fue cuando le pareció ver que de él sobresalían seis cabezas, algunas con boinas, custodiadas por otros tantos soldados también con boinas, pero éstas de color rojo. También le pareció ver en la cabina a un frondoso cura. ¿O sería un obispo?
Los vehículos arrancaron al unísono, torcieron a la izquierda y ellos echaron a correr a través del pueblo como almas que llevara el diablo, dando gritos y alertando a todos los vecinos; "¡ha llegado la guerra, ha llegado la guerra!" mientras perseguían por el rabillo del ojo a las dos camionetas que torpemente avanzaban por el camino de Atienza.
Aunque tampoco debieron correr mucho porque al llegar a la altura de la Ermita de la Soledad -junto al camposanto, a la salida del pueblo-, la furgoneta que llevaba las seis cabezas se detuvo y de ella se bajaron todos, incluido el cura, quien se sentó en un pollete, sacó una biblia de la sotana y llamó a uno de aquellos pobres desgraciados que parecían ser los prisioneros.
La otra furgoneta siguió caminando hasta que, un kilometro después, Martín oyó que el ruido del motor de golpe se calló. -"¡Se han parado, se han parado … y debe ser por Valdevelaza" grito, y fue ese grito el que los delató, pues uno de los falangistas se giró, se les quedó mirando y haciendo el ademán de apuntarles con el fusil, les dijo; -"Largaos de aquí chavales…o a caso queréis que os meta también un tiro".
Pitando salieron con su acojono y se dirigieron, hasta quedarse sin resuello, al otro extremo del pueblo pues sus pasos no iban del todo desencaminados. Cuando se detuvieron para coger aire ya todos sabían que, una vez cruzado el río por el puentecillo del pueblo, sus pies les llevaban irremediablemente hasta las piedras que hay frente a Valdevelaza, junto al colmenar de la Tía Leonor, desde donde podrían observar -sin ser vistos- lo que allí ocurría con el camión que se había detenido en medio de la carretera.
Era la una y media de la tarde y el estómago les recordaba que la comida seguiría ahí, sobre la mesa, muerta risa.
Y para ello antes hay que desinfectar. Abrir y desinfectar.
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15/8/2013
Detrás, o delante de una fotos, lo cotidiano juega al escondite con la muerte.
ResponderEliminarLos esqueletos, latiendo desnudos entre un paisaje de posguerra, hablan, por no callar..tan callados!.
Un abrazo, Julian.
Para mí, que trabajo en el llamado "Centro de la Memoria Histórica", este tipo de historias "vivas" siempre tienen una especie de vibrador que se acciona al llegar al nacimiento de la aorta...
ResponderEliminarMira que debería estar acostumbrada... y quién se acostumbra??
Estupendo, as usual, mi querido amigo!
Hola "malandrín". Estoy espectante de esta continuación prometida.
ResponderEliminarAbrazotes varios
Mis disculpas queridos por mis atrasos de toda índole, que ando abandonao del blog. A veces me quedo sin teclas, pero agradezco enormemente vuestra presencia aquí.
ResponderEliminarSalú ...¡y república!